Mira aquella
nube y pregúntale dónde va. Ponle empeño, cierra los ojos, concéntrate, bracea,
salta, grita; inténtalo incesantemente.
Siempre me
gustaron las nubes, siento devoción por sus formas, su color, su aparente
tranquilidad y reposo, su esponjosidad, su libertad, incluso su frescor.
Me gustaba
imaginar las vidas de las personas como las nubes. Si a alguien le preguntas a
dónde va, supongo que no importa lo que conteste, pues aunque no lo sepa, no está en sus manos, tiene
que dejarse llevar, igual que ellas, igual que las nubes.
Hace tiempo
tenía un amigo que también amaba las nubes, las estrellas; el cielo. Es de esas
personas que miran hacia adelante siempre, que luchan por llegar a ellas, que
le gustaría ser tan libre y confiado como esa nube que se deja en manos del
viento y tan importante e imprescindible como aquella estrella que si un día se
apaga, todos puedan percatarse. Imaginábamos ser nubes, la suya azul y la mía
rosa, volaríamos juntos, uno al lado del otro, hasta que el viento nos llevara
en direcciones diferentes, o hasta que en lluvia nos transformáramos, o hasta
que la fusión de azul y rosa formara una bonita nube violeta. Soñábamos con
sobrevolar todo el planeta tierra, transformarnos, evaporarnos y volver a
condensarnos para reencontrarnos y contarnos todas nuestras experiencias
vividas. Siempre intenté guardar en secreto todas aquellas conversaciones, me
daba miedo parecer una incrédula niña que no tiene donde invertir su tiempo más
que en fantasear sobre nubes y vidas; de las nubes era de algo que sabía poco,
pero de vivir, ni siquiera sabía lo que era eso.
Años después,
sigo mirando nubes, sigo mirándolas y comparándolas con todas las diferentes
vidas que he podido conocer o quizá, a veces, inventar. Tengo una manía, no me
gusta meterme en las vidas de los demás, ni siquiera hago preguntas
entrometidas, pero siempre creí que tengo un don, inspiro esa confianza que le
hace abrirse a la gente y que hace me sienta como un avión en un aprieto entre
todas esas nubes, o entre una única nube gigante que me obstruye el paso y la
visibilidad, que me hace centrarme solamente en ella aunque sea los pocos
minutos o segundos que tarde en atravesarla. No me quejo por ello, me gusta
conversar desde mi nube, siempre sin meterme en la otra y sin permitir que
otras se metan en la mía. Pero a lo que vamos, mi manía va más allá, mi mayor
manía consiste en observar el paso de las nubes a la vez que el de las
personas. Cada día más, de mayor quiero ser pequeña, y no hay nada que me
rejuvenezca más que tumbarme en el parque a llevar a cabo mis hazañas. Veo esas
personas, y les pongo edad, intento ver en sus sonrisas si son felices, en sus
ojos si tienen miedo, en su caminar si están seguros de sus vidas y en sus
ropas si desbordan personalidad. Son las primeras singularidades que observo
para intentar descubrir cuáles son sus nubes, qué nube se adaptaría a su vida
en ese mismo momento.
A mi amigo le
perdí el rastro, se fue lejos y ni volví a verlo, ni volví a poder contactar
con él. A veces le recuerdo y me pregunto cómo le irá, pero ni siquiera creo
que se acuerde de mí; supongo que su nube azul se esfumó y ya no quedan rastro
de aquellas estúpidas manías que solemos tener y olvidar al crecer; solemos.
Mientras la vida a ritmo acelerado pasa, aquí hay una, que
solo intenta recuperar sus aficiones de su feliz infancia. Os preguntaréis el
por qué de mi extraña existencia, yo también lo hago a veces. Pues bien, las nubes, solo se pueden fusionar
con las nubes, no importa el tamaño, no importa el color, no importa la
forma…Pero una nube no se puede atrapar, no se puede poseer, debes dejarla
libre o se esfumara entre tus dedos. Vaya infantilidad la mía, diría mi madre.
De infantilidades está hecha la vida, y me niego rotundamente a crecer rodeada de esas nubes negras que enturbian los días y se preparan para las
tormentas.
¡A coleccionar momentos de fin de semana se ha dicho!¡Gracias!